martes, 8 de mayo de 2018

Sonó la campana


Hablaba el otro día desde esta misma columna sobre cómo algunos discos marcan vidas y mi caso no es una excepción. No me refiero esos estériles rankings del tipo ‘que disco te llevarías a una isla desierta’ – ¿para qué acarrear con ellos a donde difícilmente podrías reproducirlos? – sino a esos que, echando un vistazo a tu historia personal, hicieron que tomases decisiones que han permanecido hasta la fecha.  Cuando cumplí los catorce lo celebré posando sobre mi tocadiscos una de esas obras que te giran la cabeza. Se llamaba Tubular Bells. Y su autor era un tal Mike Oldfield, quien había comenzado a componerla con solo un par de años más de los que yo contaba en ese momento.Con una infancia complicada que le llevó a ser bastante introvertido, pero a su vez rodeado de estímulos artísticos – sus dos hermanos mayores, Terry y Sally, también eran artistas – comenzó muy pronto a tomar la música como un desahogo, una vía de escape a sus problemas familiares y cuando contaba con escasos quince años ya había grabado su primer disco, junto a su hermana, con la que formó el dúo ‘Sallyangie’. Esa misma precocidad le llevó a presentarse a unas pruebas como bajista para la nueva banda del guitarrista Kevin Ayers, bajo cuyas alas se curtió en lo tocante a la experimentación con sonidos y ritmos e ir elaborando en su mente el mapa de lo que en breve iba a ser una pieza fundamental en el mundo del rock progresivo. Su curiosidad también le llevó a escuchar a minimalistas como Riley y a clásicos como Sibelius de tal forma que la coctelera estaba lista para sintetizar todo eso y parir su obra magna. Como el azar siempre cuenta, un emprendedor apellidado Branson, fundador de una Virgin Records tan reciente que aún no tenía catálogo, le ofreció su estudio-mansión como refugio y allí recaló para ir grabando golpe a golpe, verso a verso – es un decir, porque pocas palabras hubo en ella – una pieza tan extensa que de milagro entraba en un vinilo. Y tanto golpeó unas campanas en forma de tubo que, no sin dificultades, se empeñó en incorporar a la grabación, que acabaron dando nombre a la obra e imagen a su singular e icónica portada.Sin llegar a la mayoría de edad, y casi sin proponérselo, se había convertido en una celebridad. Tanto me impresionó todo lo contado y, sobre todo, todo lo que escuché que no fueron pocas horas las que yo también pasé en mi habitación intentando imitar al genio y emulándolo en su empeño de grabar cada instrumento enfrentando un magnetófono a otro. Paciencia sí que le eché pero, en mi caso, no sonaron tan claramente las campanas.

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