martes, 18 de septiembre de 2018

La sabiduría de las canas

No sé porqué, pero hay una tendencia muy generalizada a exigir al músico de rock su pronta retirada en cuanto se le detecta la primera cana o arruga. No existe tal apremio en otras profesiones, y eso que ya nos gustaría que determinados políticos se jubilasen en plenitud de facultades, para mayor tranquilidad de la humanidad.
Pero sería raro escuchar, en referencia a un competente científico octogenario por ejemplo, eso de ‘y este ¿no debía estar ya cuidando a sus nietos o tomando el sol en el parque?’. Incluso dentro del mundo artístico nadie discute que un buen escritor siga exprimiendo sus neuronas prácticamente hasta que ‘doble la servilleta’, o que un concertista clásico tenga que ser llevado casi en brazos hasta el escenario.
Quizás por nacer con la premisa de ser la música que el diablo concibió para corromper a los jóvenes, no se perdona la senectud en los que se dedican al noble arte del ‘rocanrroleo’.
Al hilo de todo esto ¿quién iba a pensar que, a sus setenta y seis primaveras, el beatle de la cara angelical – que ahora muchos graciosos comparan con la de Angela Lansbury – iba a seguir a día de hoy llenando estadios? O, como es el caso, grabando discos con nuevas canciones de indudable calidad.
Ni el propio McCartney, que con solo un cuarto de siglo componía ‘When I´m sixty four’ imaginándose con sus supuestos nietos Vera, Chuck and Dave en las rodillas, podía conjeturar que iba seguir paseando su palmito,
guitarra en ristre, oteando ya los ochenta.
Y esto viene a que lo último del maestro, ese “Egypt Station” recién salido de la mente del más grande compositor pop de la historia es, a mi entender, un estupendo trabajo.
Desde luego, no faltan sus típicas ‘sillylovesongs’, algunas algo subidas de tono como la cachonda ‘Fuh you’ o el single ‘Come on to me’, pero también aborda temas como el acoso escolar en la rockera ‘Who cares’, o la bravuconería indecente de Trump en la suite ‘Despite repeated warnings’. En las preciosas y acústicas ‘Dominoes’, ’Confidante’ y ‘Happy with you’ se torna reflexivo, homenajea a su guitarra o evoca su pasado con las drogas y lo compara con su felicidad actual. Y, por supuesto, demuestra que para hacer buenas baladas pianísticas, como ‘I don´t know’, ‘Hand in hand’ o ‘Do it now’, se las sigue apañando muy bien.
Tengan la edad que tengan, si un médico sigue curando, un arquitecto construyendo o un profesor enseñando, son respetados, así que no entiendo a los que desprecian una buena canción porque provenga de una voz algo temblorosa. Escuchemos más a nuestros mayores y algo aprenderemos.

martes, 11 de septiembre de 2018

Hablar y escuchar

Cuando los que sobrepasamos el medio siglo éramos jóvenes, comprar un disco triple representaba un verdadero milagro. Nos costaba dios, ayuda y toda la paga semanal adquirir uno. Llevarte tres de un golpe era un lujo asiático.
Pero mi primer contacto con Carlos Santana fue precisamente a través de un álbum triple que mi amigo Jose María trajo de Alemania, desde donde llegó en plena adolescencia intentando encontrar sus raíces en una Almería alejada y provinciana. El disco era un directo llamado Lotus, que en ese momento resultó demasiado denso para mis entonces vírgenes oídos. Diferente era uno de sus últimos lanzamientos en ese momento, Inner Secrets, donde descubrí Well alright antes de escuchar la versión de Blind Faith.
Pero la cuestión, que me desvío, es que en ese momento descubrí la música de ese energético guitarrista mexicano adoptado por EEUU como su ‘guitar latin hero’. De haber llegado en la ‘era Trump’, habría sido deportado en un santiamén.
Recuerdo haber reproducido hasta la saciedad su disco debut, de leonina portada y cargado de poderosos ritmos afro-cubanos mezclados con rock y psicodelia que, aún hoy en día, me sigue pareciendo uno de los mejores inicios de carrera en esto del rock. Tras él llegó Abraxas, también legendario  – ¿algún terrícola que no conozca Samba pa ti o el Oye como va? – que formó parte de la banda sonora de mi adolescencia.
Pero sorprendentemente, en la cumbre de su popularidad, Carlos Santana decidió dar un giro de 180 grados a su vida – bastante dislocada, entre sexo y todo tipo de drogas – y a su música. Influido por el gurú Sri Chinmoy – tras lo del Maharishi de The Beatles, si eras una estrella del rock y no tenías un guía espiritual, no eras nadie –, y por los consejos de su amigo John McLauglin, lanzó al mercado una trilogía que no dejó a nadie indiferente, discos que amas u odias: Caravanserai, Welcome y Borboletta. En ellos aunaba su siempre presente vena latina con largas improvisaciones cuasi jazzísticas, influencias orientales y estructuras más cercanas al progresivo que al pop-rock inmediato que venía haciendo.
Recuerdo haber pasado muchos ratos de charla, que a unos imberbes de quince años  nos parecía trascendente, en casa de mi amigo Paco Guillen, acompañados por los sones del ‘Love, devotion and surrender’ y tantas otras melodías etéreas y espirituales. En esa época, sin ordenadores ni móviles, los jóvenes nos reuníamos para realizar unas actividades que a día de hoy se tacharían de extravagantes: hablar y escuchar música. Y en muchas ocasiones era Santana el que nos daba la bienvenida.