martes, 29 de mayo de 2018

Sube y baja


Más de una vez habrán escuchado la típica expresión ‘música de ascensor’, en un tono del más absoluto desprecio hacia canciones que, para suerte o desgracia de los autores, alguna que otra empresa usa para amenizar esos embarazosos minutos en los que varios desconocidos comparten esos pequeños espacios cerrados en los que nos introducimos voluntariamente a diario con tal de ahorrarnos unos cuantos escalones.

Por extensión se usa la frase para denominar cualquier obra musical que nos parezca del todo prescindible; esas melodías que, por su carácter edulcorante o sencillamente soporífero, hacen que uno tienda a detestarlas desde el piso primero. También se suelen usar con frecuencia en cierto género cinematográfico, pero en ese tema no voy a entrar hoy.

Yo imagino que Richard Clayderman cerraba los ojos y visualizaba grandes superficies, ascensores exteriores espectaculares y otros espacios donde su música se iba a engrandecer. Asimismo, aquella época en que la New Age llegó a su máximo esplendor - por los noventa - dio pábulo a toda una ristra de ¿artistas? que eran capaces de grabar discos como rosquillas, cada uno dedicado a un solo acorde y sus variantes, embellecidos por unos bonitos efectos cósmicos. ¡¡Al ascensor con ellos!! Lo triste es que en el mismo saco se tiende a incluir músicas tan diferentes como lo sería un huevo de una castaña, y me indigna un poco que en esa categoría haya quienes también incluyan a bandas con una calidad e imaginación a años luz del "chico de melenita rubia y piano inmaculado".
Hablo de formaciones como Yellowjackets, unos norteamericanos que comenzaron siendo la banda de acompañamiento del también estupendo guitarrista Robben Ford, pero que, con los años, se han convertido en un referente de la fusión del jazz con otras músicas. Cierto es que en sus inicios coquetearon con la comercialidad - tampoco eso es un pecado – encuadrándose en eso que los americanos llaman el ‘smooth jazz’ y mezclando la electrónica con el funk y el rythm´n´blues, en discos como sus iniciales Mirage a Trois o Samurai Samba. Pero conforme su carrera fue avanzando, dejaron claro en joyas como Politics o The spin que eran unos músicos tan virtuosos como imaginativos, y que habían llegado para dejar huella.

El otro día, mientras me deleitaba con ellos en las ondas pensaba que si, de cara a los muy puristas - entre los que no me incluyo - , los de las chaquetas amarillas hacen música de ascensor, un servidor de buena gana se reencarnaría en el Cantinflas de Sube y baja para trabajar en el Burj Khalifa de Dubai y repasarme con deleite su discografía.

martes, 22 de mayo de 2018

Las leyes de la robótica


Un robot no hará daño a un ser humano, ni permitirá con su inacción que sufra daño. Así reza la primera ley de la robótica, muy relacionada a un disco con el que me deleitaba en las ondas hace poco y que, con más de cuarenta años, sigue tan fresco y actual como en aquel 1977 en el que vio la luz.
Tras un debut en el que musicaban la obra de un autor tan inquietante como Edgar Allan Poe, un tándem destinado a copar de hits las radios del mundo poco más tarde, Alan Parsons y Eric Woolfson, pensaron que podía ser interesante realizar un disco que girase - si, esto ocurrió cuando los discos giraban - en torno a la obra de Asimov, en la que mezclaba de forma muy amena ciencia ficción con filosofía. Contactaron con el propio autor, al que sedujo la idea, pero les advirtió de inmediato que no era dueño de su obra. Así que "I Robot" finalmente vio la luz omitiendo la coma del original y sin referencia explícita a su inspirador.

Si digo que hoy en día pocos discos podrían superar la perfección de esta joya del pop sinfónico creo que me quedo corto. Esta pareja de genios de la producción y la composición fueron capaces de redondear tanto cada melodía, mimar cada arreglo y cuidar cada letra, ayudados por un plantel de músicos excepcionales, que el resultado final es enormemente brillante.
Desde ese inicial e hipnótico homónimo que desemboca en todo un adelanto del tecno-pop que aún estaba por llegar, pasando por sabias mezclas de pop-rock con sonidos disco music muy en boga en la época, como el genial I Wouldn't Want to Be Like You o la funky Breakdown, rozaban temas tan de actualidad que hasta los ‘realities’ parecen estar ya descritos en la orwelliana The voice y más de uno podría aplicarse el cuento y seguir los consejos de un tema como Don´t let it show, que parece dirigido a todos aquellos que muestran su vida de forma compulsiva en las redes sociales.
El proyecto musical de ese ingeniero que comenzó codeándose con The Beatles en Abbey Road llegó a su plenitud con esta exitosa obra. Eran otros tiempos, en los que lo conceptual aun vendía. La edición de un disco era algo que se cuidaba hasta el más mínimo detalle, como demuestra la preciosa portada - gran cabeza robótica con el Charles De Gaulle de fondo- realizada por Hipgnosis.  Eran tiempos en los que escuchábamos los discos al completo, desgastando el vinilo de tanto pincharlo.
Sin embargo la música y el mensaje de I Robot siguen vigentes: cada día estamos más cerca de fabricar seres más inteligentes que acabarán por dominarnos y quién sabe si destruirnos, saltándose a la torera las famosas leyes de la robótica.

domingo, 20 de mayo de 2018

El cantor de ditirambos




Surgió de entre el público, quedándose a un metro escaso de la primera fila. 'Salgamos al frio de la noche' comenzó cantar el hombre del triste semblante, el trovador de mil palabras en desuso: ditirambos, gallardetes o abrojos. Dice mi buen amigo el batería Dani Piedra que Manolo García, en su persecución del verso, descuadra tanto los compases que desorienta a sus músicos.

Comenzaba mi vida laboral cuando una antigua compañerame recomendó un disco de curioso título: "Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana", de una banda con nombre perdedor: ‘El último de la fila’. Los dos jóvenesde la portada iban a convertirse en leyendas y, aunque destacaba la chulesca actitud de Portet cigarrillo colgandode su boca, me llamó más a atención la abatidae intensa mirada de su compañero, un joven Manolo que no dista demasiado del enérgico músico que saltó al escenario del Auditorio de Roquetas de Mar hace unos días. Treinta y tres años han pasado y juntos llenaron durante más de una década un espacio musical hasta ese momento poco transitado, mezclando aires arábigo-andaluces con sonidos experimentales y contundencia casi punk. Dicen que, entre otras cosas, la banda murió por un asunto que sigue candente: Al guitarrista le incomodaba el castellano y el vocalista no se veía cantando en catalán.
Manolo tuvo que enfrentarse ese abismo denominado ‘carrera en solitario’, ysin renunciar a su estiloaunque dejando claro que su vena era más poética que roquera, se echó ‘Arena en los bolsillos’ yfacturó uno de los mejores trabajos del siglo XX.
La primera vez que lo vitambién fue en Roquetas yrecuerdo un concierto contundente y divertido. Manolo es un animal de directo y de nuevo he podido comprobarlo.
Cuando subió al escenario ya con la banda completa arropándole parecía llevar cantando un buen rato. Su actitud es la de un artista que disfruta y se entrega, que parece traer la camiseta ya sudada desde el camerino. A sus sesenta y dos años su voz suena tan afinada como potente y la forma física le acompaña. Sin abandonar su gestualidad característica, no se detiene un segundo, anda entre las butacas, tocando y dejándose tocar por su público. Posee repertorio más que suficiente como para no tener que tirar del de su antigua banda, así que inició un repaso exhaustivo y equitativo de sus siete trabajos, con especial atención, lógicamente, a su nueva criatura, "Geometría del rayo", un disco grabado entre Gerona y Nueva York, y con un plantel de músicos - con mayoría femenina - que impresiona.
"Fragua de los cuatro vientos" fue la iniciadora del set eléctrico, ya con toda suexcelente banda, formada por Ricardo Marín y Víctor Iniesta en las guitarras, el bajista Iñigo Goldaracena, Juan Carlos García en los teclados, el batería Carlos Sarda, los coros de Mone Teruel y, dando el necesario toque oriental, la violinista Olvido Lanza.
Nuevas también eran las contundentes "Humo de abrojos" y "La punta de mis viejas botas", demostrando ser capaz de facturar rock potente. Igualmentelas delicias acústicas “En tu voz” o “Nunca es tarde”, las pegadizas “Ardieron los fuegos” y “Océano azul”, o la bonita colaboración de su hermana Carmen en “Ruedo, Rodaré”.
Pero, lógicamente, la emoción subió hasta límites insospechados cuando se arrancó con sus clásicos, encabezado por ese “A San Fernando…” de guitarras afiladas, la igualmente potente “Si te vienes conmigo” o una de mis debilidades, “Prefiero el trapecio”. Como colofón parecía despedirse consu himno “Pájaros de barro”, pero un inesperado rayo sugirió “La bamba” como ultima tonada.
Saliendo del recinto pensé que si en ese momento pedían voluntarios para comenzar otro concierto, Manolo se colocaría el primero de la fila.

martes, 15 de mayo de 2018

De los libros se aprende


De los libros no se aprende…’, decía una canción de los Jarabe de Palo de principios de este siglo, quizás con un punto de sarcasmo – espero que sí – pero no puedo estar más en desacuerdo. Como melómano y músico – actividades compatibles aunque no siempre coincidentes – reconozco que sobrecargo de faena mis tímpanos, pero cada día encuentro siempre un hueco para incrementar mis dioptrías. Esto viene a que habitualmente escribo sobre sonidos pero hoy hablaré de letras. Tiene truco, porque la cosa va sobre la gran cantidad de músicos que existen en nuestro país. No me refiero a esos que inundan nuestras televisiones - algunos ‘bodrio-concursos’ aún resuenan en mis maltrechos oídos -, más pendientes de arrumacos que de las propias melodías. Me refiero a esos héroes, casi siempre anónimos, que luchan día a día por sobrevivir en un país en el que cuando decides dedicarte a la música de inmediato te preguntan “pero aparte de eso, ¿qué vas a estudiar?”. Como si el noble arte del aporreo del instrumento no fuese lo suficiente complejo de dominar y tuvieses que añadir más ingredientes a la olla.
Pues Antonio Cortés, que es un ingeniero soriano a quien hace muchos años le regalaron una cassette con jazz clásico que le hizo comenzar su idilio con esta música, empezó a preocuparse de que toda esa pléyade de instrumentistas patrios tuviesen algo más de visibilidad. Y aprovechando su reciente jubilación inició su proyecto con fuerza e ilusión. Ayudado por las redes sociales – que bien usadas son una gran herramienta para el ser humano – y los propios protagonistas, ha ido recopilando la vida y milagros de más de quinientos músicos de jazz ‘made in Spain’.
Yo me entero precisamente así de su cruzada, sorprendiéndome que alguien se preocupase por añadir unas líneas sobre mí en un entonces proyecto de obra, y aunque estuve tentado de contestar que no merecía yo tal honor, al final ganó mi orgullo y accedí a enviarle mi modesto curriculum musical. Cuando recientemente abrí las páginas de “Jazz en España” y comencé a ojearlo, no pude por más que tragar saliva e intentar no sonrojarme demasiado al verme aparecer junto a muchos de mis grandes ídolos – Montoliu, Iturralde, Pardo, Salvador, Mezquida o Bover – algunos lamentablemente desconocidos para el gran público - , y formar con ellos parte de la historia de esta bella música.
En breve Antonio visitará nuestra tierra presentando a la criatura, así que no hagamos mucho caso al Donés – quien, por cierto, acabó escribiendo el propio - y demostremos que en Almería si aprendemos de los libros.

martes, 8 de mayo de 2018

Sonó la campana


Hablaba el otro día desde esta misma columna sobre cómo algunos discos marcan vidas y mi caso no es una excepción. No me refiero esos estériles rankings del tipo ‘que disco te llevarías a una isla desierta’ – ¿para qué acarrear con ellos a donde difícilmente podrías reproducirlos? – sino a esos que, echando un vistazo a tu historia personal, hicieron que tomases decisiones que han permanecido hasta la fecha.  Cuando cumplí los catorce lo celebré posando sobre mi tocadiscos una de esas obras que te giran la cabeza. Se llamaba Tubular Bells. Y su autor era un tal Mike Oldfield, quien había comenzado a componerla con solo un par de años más de los que yo contaba en ese momento.Con una infancia complicada que le llevó a ser bastante introvertido, pero a su vez rodeado de estímulos artísticos – sus dos hermanos mayores, Terry y Sally, también eran artistas – comenzó muy pronto a tomar la música como un desahogo, una vía de escape a sus problemas familiares y cuando contaba con escasos quince años ya había grabado su primer disco, junto a su hermana, con la que formó el dúo ‘Sallyangie’. Esa misma precocidad le llevó a presentarse a unas pruebas como bajista para la nueva banda del guitarrista Kevin Ayers, bajo cuyas alas se curtió en lo tocante a la experimentación con sonidos y ritmos e ir elaborando en su mente el mapa de lo que en breve iba a ser una pieza fundamental en el mundo del rock progresivo. Su curiosidad también le llevó a escuchar a minimalistas como Riley y a clásicos como Sibelius de tal forma que la coctelera estaba lista para sintetizar todo eso y parir su obra magna. Como el azar siempre cuenta, un emprendedor apellidado Branson, fundador de una Virgin Records tan reciente que aún no tenía catálogo, le ofreció su estudio-mansión como refugio y allí recaló para ir grabando golpe a golpe, verso a verso – es un decir, porque pocas palabras hubo en ella – una pieza tan extensa que de milagro entraba en un vinilo. Y tanto golpeó unas campanas en forma de tubo que, no sin dificultades, se empeñó en incorporar a la grabación, que acabaron dando nombre a la obra e imagen a su singular e icónica portada.Sin llegar a la mayoría de edad, y casi sin proponérselo, se había convertido en una celebridad. Tanto me impresionó todo lo contado y, sobre todo, todo lo que escuché que no fueron pocas horas las que yo también pasé en mi habitación intentando imitar al genio y emulándolo en su empeño de grabar cada instrumento enfrentando un magnetófono a otro. Paciencia sí que le eché pero, en mi caso, no sonaron tan claramente las campanas.

martes, 1 de mayo de 2018

Bendito insomnio


Nuestras televisiones consideran que para deleitarse con buena música en directo es condición sine qua non  ser trasnochador o directamente insomne. Por lo  que hay que tenerle mucho amor a la música sin trampa ni cartón - la otra sí que la pasan en prime time - para disfrutar de lo que nos ofrecen en esos horarios tan intempestivos.
Me ocurrió hace un par de años que de repente, a esas horas, una voz y un piano captaron mi atención de tal forma que creo que nunca un madrugón me ha sido tan productivo y placentero. Me topé con una banda con un nombre que lo mismo evocaba magia medieval que a un personaje mafioso de los bajos fondos: Morgan, un nombre fácil de pronunciar y recordar, que es lo que realmente ellos iban buscando. Y esa voz, que amenazaba con romperse en pedazos cuando menos te lo esperases, era la de Carolina de Juan.
A punto de emigrar al país de los tulipanes, Nina mostró sus composiciones a Paco y Ekain, guitarrista y batería respectivamente, que entendieron al instante que merecía la pena montar una banda que las arropase y convencer a esa joven con ansias de aventura de que aplazase su viaje. Meses más tarde, con un solo disco bajo el brazo y currándoselo concierto a concierto – y sin ayuda de ‘operaciones triunfalistas’ ni reclamos eurovisivos - , comenzaron un ascenso que les ha colocado en un lugar privilegiado del rock patrio.
Nina canta a las emociones - le da igual que sean negativas o positivas - como pocas voces de nuestro país pueden conseguir, y ya lo hacía en ese disco debut, "North", una cuidada producción con la que el mundo conocía sus apasionantes composiciones.  Y justo ahora, sin haber terminado la gira del disco anterior, se descuelgan con una nueva tanda de canciones que vuelven a dejarme desarmado. Difícil definir todo lo que encierra este ‘Air’, porque desde su inicio "pinkfloydiano" emprendemos un viaje que nos pasea por el rock, el soul y el rhythm´n´blues de tal forma que, por momentos, parece que los Wilco hayan resucitado a Janis Joplin para cantar con ellos, o que la E Street Band hiciese lo propio con Etta James.
Sus canciones nos hablan del planeta, de la emoción de las giras y la carretera, de ausencias, de no temer a ser feliz o de no querer casarse. Canciones que suben, bajan, explotan, ríen y lloran. Solo nueve temas - ¿hacen falta más? – que no sabíamos que eran tan necesarios hasta que no los hemos escuchado.
Desde aquella noche de hace dos años fantaseo con encontrar a otros Morgan en la madrugada. Por lo pronto a ellos ya se les puede escuchar a plena luz del día. Disfrutémoslos mientras nos dejen.