martes, 29 de enero de 2019

Sonidos de un futuro pasado



Durante mi época de estudiante en el conservatorio me recomendaron un curioso disco, Baroque music on authentic instruments, editado por Hungaroton, única discográfica existente en Hungría durante muchos años, que he recuperado mientras escribo estas líneas.
Reconozco mi desconocimiento sobre la música antigua y renacentista, pero siempre me ha resultado enormemente atractiva. Escucho un madrigal, un romance,  el sonido de laudes o vihuelas y de inmediato me transporto a elegantes salones, bellas damas, bailes galantes e intrigas palaciegas. Aunque a nivel social aborrecería retroceder a esas épocas – por mucho que algunos últimamente parezcan añorarlas  – por la música sí que me dejo atrapar. Y no hace mucho ha caído en mis manos la obra de un guitarrista algecireño, Francisco Valdivia, que ha conseguido ese efecto. Bebiendo de su especialidad en estas músicas y mezclando sabiamente con otra de sus pasiones, el progresivo de los setenta, ha grabado dos joyas llenas de magia, sensibilidad y buen gusto: El tiempo del sol y La sombra de la luna. Ambas gozan de una excelente factura técnica y son un ejemplo de cómo un elaboradísimo trabajo artesano puede dar un resultado muy profesional.
Sus influencias son innumerables, reconociendo el autor haber escuchado en su juventud hasta la saciedad a bandas legendarias como Jethro Tull o Pink Floyd, antes de zambullirse en la música del renacimiento. Al escucharlo, percibo que sus dedos se deslizan suavemente por las guitarras oscilando entre los encantamientos acústicos del primer guitarrista de Genesis y los más experimentales sonidos eléctricos del segundo. Así, temas como Nubes de luz o El tiempo del sol podrían haber formado parte del set acústico del mítico A trick of the tail , otros como Ceres nos acercan al space rock, la bellísima Las aguas de la reina del verano es puro Ant Phillips y su Historia del príncipe y los sapos azules podía estar incluida en cualquiera de los trabajos en solitario de Steve Hackett.
Crucial también la aportación vocal, tanto del propio autor como de su colaborador Pepe Miñarro, alguien capaz de enamorarnos con una voz que puede cantar a Monteverdi o a Bach para después formar parte de un proyecto tan especial  como este, al que además también aporta sus habilidades pictóricas.
Es evidente que, si se trata de música, no solo no importa sino que es recomendable dar idas y venidas al pasado mezclándolo sabiamente con el presente, sobre todo si los resultados del experimento son obras como estas. Para otras cosas, miremos mejor al futuro

martes, 22 de enero de 2019

En ocho sueños




Hubo un tiempo en que el arte gráfico estuvo indisolublemente unido al musical. Lo uno no se concebía sin lo otro y los músicos prestaban tanta atención al mínimo detalle de la carpeta que iba a contener su vinilo como a un determinado arreglo de cuerdas o a la correcta mezcla o masterización de sus canciones.
El punto de inflexión, como en tantas ocasiones, lo marcaron The Beatles con su inmortal collage de personas y personajes de su Sgt. Pepper, que impactó al mundo en el 67, no solo por la originalidad sino por el enorme número de detalles en los que el melómano podía deleitarse durante horas mientras disfrutaba escuchando el contenido. Con la llegada del CD se perdió un poco esa magia, pero algunos han querido conservar esa concepción de obra integral de épocas pretéritas.
Un buen ejemplo son los americanos Dream Theater, cinco virtuosos que aceptaron desde sus inicios que no había nada malo en dejarse influir por todo y de todos para conformar una carrera que, hoy por hoy, me parece impecable. Su guitarrista, John Petrucci, los definió en una ocasión como una esponja musical y le doy la razón. Quizás el disco donde más afianzan esa concepción de arte total es Octavarium. Todo en esa obra parece estar relacionado y formar parte del camino para llegar a alguna parte o volver al punto de partida. Jugando con los números - el ocho, el cinco y el tres - presiden su portada ocho péndulos. En su interior, un pulpo y una araña, ambas de ocho patas, unas fichas de dominó cuyo valor suma ocho y una estrella de cinco puntas dentro de un octógono. En su música, cinco instrumentistas y ocho canciones daban forma un disco que ocupó el octavo lugar de sus grabaciones de estudio. Y podría seguir...
Y si analizamos su contenido, incluso mejora la historia. Desde un inicio metalero a más no poder con The root of all evil seguido por la preciosa balada The answer lies within, pasando por referencias a bandas como U2 en I walk beside you o a sus coetáneos Muse en Never enough, lo más impresionante es su tema final, veinticuatro minutos de infarto dedicados a homenajear a sus grandes referentes, como Génesis, Yes, Pink Floyd o Marillion. La suite Octavarium es un monumento musical que demuestra que se puede ser fiel a los maestros y, a la vez, original y rompedor.
Pasearse por una obra así demuestra que en este siglo existe un remanente de genialidad y buen gusto, músicos que van un poco más allá del número uno en ventas o la búsqueda del éxito rápido. El teatro de los sueños todavía está abierto, sacad vuestra entrada.

martes, 15 de enero de 2019

Lo opuesto


No sé si recordareis aquel capítulo de la mejor sitcom de todos los tiempos, Seinfeld, en el que George Constanza, el sempiterno amigo del protagonista decidía, para que su vida cambiase, que iba a hacer siempre lo opuesto a lo que la lógica le dictase. ‘Evitaré cualquier llamada al sentido común o al razonamiento que pueda tentarme’ - declaraba George.
Pues la carrera de David Bowie está plagada de momentos así. Ocasiones en las que podía haber decidido continuar con el estilo de música que le estaba proporcionando éxito y, por contra, se lanzaba a una nueva piscina, una nueva aventura de inciertas consecuencias.
En poco más de una década, desde sus inicios como mod, pasó por el folk – su disco Space Oddity es un buen ejemplo -, reinó en el glam – con Ziggy como dueño y señor - , picoteó en el 'philadelphia sound', se zambulló en el krautrock berlinés con su amigo Eno, y acabó los setenta con el semi-experimental Scary Monsters. Y cuando la disco-music empezaba a decaer él, nuevamente, hizo lo opuesto a la lógica. Se asoció con Nile Rodgers, el líder de Chic y gurú del estilo, y consiguió que todo el mundo bailase al son que él había resuelto tocar.
Pero también, contraviniendo las normas estilísticas, incluyó la guitarra de un rudo tejano llamado Steve Ray Vaughan, que salpicó toda la grabación con unos inconmensurables solos de blues que han quedado para la historia.
El Modern love con el que comenzaba el disco dejaba claro que el de los ojos bicolor nos invitaba a movernos. Echando un mano de un tema co-escrito con su compinche Iggy Pop, rescató China Girl para hacerla ya eterna. Y el Let´s dance que daba título a su nuevo trabajo era toda una declaración de intenciones de lo que el nuevo Bowie ofrecía a la recién estrenada década de los ochenta, transformándose en uno de sus temas más fácilmente reconocibles desde entonces.
En sus trabajos siempre había sitio para lo extraño, como Ricochet, o para alguna versión, en este caso la de unos desconocidos Metro, de los que rescató la intensa Criminal World. Hasta tuvo incluso la desfachatez de versionarse a sí mismo con la revisión de Cat People, un tema poco antes realizado ‘a la limón’ con Moroder para un clásico del terror de los ochenta: El beso de la pantera.
Bailemos hizo rico a Bowie, que hasta ese momento había dejado escapar mucho dinero entre sus dedos – que aparecía en los bolsillos de su manager – por lo que no le salió mal la jugada y dejó claro que, en ocasiones, lo mejor que podemos hacer es pensar en cuál es la mejor opción y seguidamente hacer lo opuesto