La música en las tabernas – o lo que es lo mismo, en directo
- es algo que periódicamente intentan eliminar, pero que siempre resurge. Porque
la música es alimento para el alma, tanto como las tapas de nuestra Almería lo
son para el cuerpo. Pero mis particulares tabernas están instaladas en las
ondas de radio, donde cada semana doy rienda suelta a mis inquietudes musicales.
Desde esta semana también tendrán un reflejo escrito, como resumen de lo que en la radio aconteció. Y en el último
programa, como preludio a la visita a El Ejido de uno de los mejores cantantes
de nuestro país, Sergio Dalma, nos ocupamos de la eterna música melódica
italiana.
Lejos quedan ya para los de mi generación los guateques
caseros donde se alternaban los temas del pop o rock de turno con aquellas
baladas cantadas por roncas gargantas con acento italiano, originarias todas de
nuestro vecino país con forma de bota.
Eran los momentos en que cualquier adolescente, con las necesidades propias de la edad, buscaba rápidamente con la mirada a su correspondiente musa, esa jovencita con la que soñabas a diario observándola a hurtadillas desde tu pupitre, mientas aspirabas olor a tiza y a pegamento Imedio. Y así, mientras Richard Cocciante le cantaba a “Margherita” o a esa mujer “Bella sin alma”, tú intentabas acortar los centímetros que te separaban de tu pareja de baile, e incluso te conformabas con que te diese calabazas porque así, al menos, te daba algo. Soñabas con recorrer caminos junto a ella, mientras Fausto Leali te ponía el vello de punta con aquel “Yo caminaré” que le pidió prestado al gran Tozzi. Y no eras consciente, atrapado por la dulzura de la voz de Sandro Giacobbe, del tremendo mensaje machista que se escondía tras su “Jardín prohibido”, una canción que si hubiese sido compuesta hoy en día no pasaría el filtro de las feministas, pero que en su momento derretía a las adolescentes de media España. Y si ya el disk-jockey pretendía que entrásemos en éxtasis, se deslizaba de las voces rotas a las dulces, y los Matia Bazar entonaban el “Solo tu” o los Collage nos susurraban al oído aquello de “Poco a poco me enamoré de ti, poco a poco tu cuerpo aprendí”. Un escalofrío nos sobrevenía, porque a esa edad poco sabíamos de otros cuerpos que no fueran el propio.
Eran los momentos en que cualquier adolescente, con las necesidades propias de la edad, buscaba rápidamente con la mirada a su correspondiente musa, esa jovencita con la que soñabas a diario observándola a hurtadillas desde tu pupitre, mientas aspirabas olor a tiza y a pegamento Imedio. Y así, mientras Richard Cocciante le cantaba a “Margherita” o a esa mujer “Bella sin alma”, tú intentabas acortar los centímetros que te separaban de tu pareja de baile, e incluso te conformabas con que te diese calabazas porque así, al menos, te daba algo. Soñabas con recorrer caminos junto a ella, mientras Fausto Leali te ponía el vello de punta con aquel “Yo caminaré” que le pidió prestado al gran Tozzi. Y no eras consciente, atrapado por la dulzura de la voz de Sandro Giacobbe, del tremendo mensaje machista que se escondía tras su “Jardín prohibido”, una canción que si hubiese sido compuesta hoy en día no pasaría el filtro de las feministas, pero que en su momento derretía a las adolescentes de media España. Y si ya el disk-jockey pretendía que entrásemos en éxtasis, se deslizaba de las voces rotas a las dulces, y los Matia Bazar entonaban el “Solo tu” o los Collage nos susurraban al oído aquello de “Poco a poco me enamoré de ti, poco a poco tu cuerpo aprendí”. Un escalofrío nos sobrevenía, porque a esa edad poco sabíamos de otros cuerpos que no fueran el propio.
Pero si hay una composición que me sigue estremeciendo, por
mucho que pasen los años, es aquel “Te amo” del gran Umberto, un espeluznante crescendo
en cuatro sencillos acordes que, si tuviésemos que explicárselo a un ser de
otro planeta, podría ser la definición perfecta del acto sexual.
Desde luego si algo tengo claro es que en cuestión de
romanticismo todas las melodías nos llevan a Italia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario