martes, 21 de mayo de 2019

Para hacerles un monumento


Analizando la situación del jazz en nuestro país llego siempre a dos conclusiones: Una, que la formación y técnica de los músicos es cada vez más perfecta y depurada, al mismo nivel que en otras partes del mundo. Y la otra, que sigue siendo casi imposible vivir de ese estilo en España.
Pero lo que realmente sorprende, cuando buceas un poco en la historia, es que el jazz cuajase en esta tierra nuestra y sobre todo en el momento en que lo hizo.
En la España de los 40, con la guerra mundial a punto de terminar y nuestro particular dictador jaleando a los nazis, todo lo que llegaba por aquí con cierto olor a jazz era catalogado directamente como creado por el diablo. Aquí se escuchaba copla y flamenco, pues era de todos sabido que esa era la música que agradaba a dios. Con los boleros de Machín algo de swing se colaba, pero bajo la voz de Don Antonio no escocía demasiado.
En ese caldo de cultivo fue poco menos que milagroso que surgiese una figura como Tete Montoliú en Cataluña, por mucho que allí estuviesen culturalmente algo más avanzados. La afición de sus padres por la música y su curiosidad tendrían algo que ver, y sorprende que ya en los cincuenta el mismísimo Lionel Hampton lo invitase a grabar con él.
A su vez, el joven navarro Pedro Iturralde giraba por media Europa, enriqueciendo su lenguaje de una forma que hubiese resultado imposible sin traspasar nuestras fronteras.
Ambos dos, junto a otros históricos como Juan Carlos Calderón – el de las canciones de Mocedades y tantas otras – Vlady Bas, Joe Moro o Pepe Nieto, comenzaron a encontrarse en el Whisky Jazz, en noches del Madrid de los cincuenta que uno imagina repletas de humo, alcohol y bellas mujeres – Ava Gardner era una habitual – y allí se curtieron en largas jam sessions acompañando a figuras como Gerry Mulligan, Hampton Hawes, Donald Byrd o Carmen McRae. Algo después un quinceañero Jorge Pardo ya se colaba a hurtadillas en el local, donde no podía quedarse a veces por no poder pagar su consumición.
Con ese espanto llamado Eurovisión aún en la retina, y la reciente vergüenza ajena al comprobar cómo el pseudo-jurado de La Voz no reconocía a Jose María Guzmán cantando la mítica Señora Azul, estoy seguro de que a estos enormes músicos, que han forjado la historia de nuestra música con mayúsculas, tampoco les reconocerían ni premiarían.
Mucho se habla sobre retirar ciertas estatuas de otros tiempos, pero nadie propone erigir otras que las sustituyan que rindan honor a los músicos que elevaron el nivel cultural de nuestro país del tal forma que, hoy en día, se nos considera importantes.

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