Cuando los que sobrepasamos el medio siglo éramos jóvenes,
comprar un disco triple representaba un verdadero milagro. Nos costaba dios,
ayuda y toda la paga semanal adquirir uno. Llevarte tres de un golpe era un
lujo asiático.
Pero mi primer contacto con Carlos Santana fue precisamente a través de un álbum triple que mi
amigo Jose María trajo de Alemania,
desde donde llegó en plena adolescencia intentando encontrar sus raíces en una
Almería alejada y provinciana. El disco era un directo llamado Lotus, que en ese momento resultó
demasiado denso para mis entonces vírgenes oídos. Diferente era uno de sus
últimos lanzamientos en ese momento, Inner
Secrets, donde descubrí Well alright
antes de escuchar la versión de Blind
Faith.
Pero la cuestión, que me desvío, es que en ese momento
descubrí la música de ese energético guitarrista mexicano adoptado por EEUU
como su ‘guitar latin hero’. De haber llegado en la ‘era Trump’, habría sido
deportado en un santiamén.
Recuerdo haber reproducido hasta la saciedad su disco debut,
de leonina portada y cargado de poderosos ritmos afro-cubanos mezclados con
rock y psicodelia que, aún hoy en día, me sigue pareciendo uno de los mejores
inicios de carrera en esto del rock. Tras él llegó Abraxas, también legendario – ¿algún terrícola que no conozca Samba pa ti o el Oye como va? – que formó parte de la banda sonora de mi
adolescencia.
Pero sorprendentemente, en la cumbre de su popularidad, Carlos Santana decidió dar un giro de
180 grados a su vida – bastante dislocada, entre sexo y todo tipo de drogas – y
a su música. Influido por el gurú Sri
Chinmoy – tras lo del Maharishi
de The Beatles, si eras una estrella
del rock y no tenías un guía espiritual, no eras nadie –, y por los consejos de
su amigo John McLauglin, lanzó al
mercado una trilogía que no dejó a nadie indiferente, discos que amas u odias: Caravanserai, Welcome y Borboletta. En
ellos aunaba su siempre presente vena latina con largas improvisaciones cuasi jazzísticas,
influencias orientales y estructuras más cercanas al progresivo que al pop-rock
inmediato que venía haciendo.
Recuerdo haber pasado muchos ratos de charla, que a
unos imberbes de quince años nos parecía
trascendente, en casa de mi amigo Paco
Guillen, acompañados por los sones del ‘Love,
devotion and surrender’ y tantas otras melodías etéreas y espirituales. En
esa época, sin ordenadores ni móviles, los jóvenes nos reuníamos para realizar
unas actividades que a día de hoy se tacharían de extravagantes: hablar y
escuchar música. Y en muchas ocasiones era Santana
el que nos daba la bienvenida.
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